El eclipse es un instante en el que se unen la luz y la oscuridad. Puede entenderse como el cruce de opuestos pero también como la unión complementaria de estos. El ying y el yang de los orientales; lo bueno y lo malo de los indios americanos; el cielo y la tierra de los primitivos maoríes... O lo cóncavo y convexo con lo que soñamos. Instantáneas de un mundo perdido, utopías, logros y fracasos, dialogan en estas historias mínimas de esperanzas grandes.

martes, 4 de mayo de 2010

De la pelea a la palabra


Nací y me crié hasta casi los 17 años en una casa de campo de Tapalqué, en el centro de la provincia de Buenos Aires. Enclavada en la bajada de una ruta; rodeada de eucaliptos y pinares con pájaros de todo tipo; escoltada por un camino de tierra y otro de pasto; y vigilada por una laguna plagada de juncos que era morada permanente de patos y gallaretas y escala de bandadas de cisnes salvajes.
A poco de ese lugar, la escuela primaria donde estudié olía a menta silvestre, margaritas, violetas y bosta. Había dos caminos para ir; pero muchos trazaban diagonales a campo traviesa. Rodeada de una arboleda y con palenques para atar los caballos en la entrada; la virgen en una gruta de piedra era vigía del mástil con la roldana rota que chirriaba al arriar la bandera; el patio de actos con las baldosas de canaleta terminaba en la bomba y el molino con la aleta rota; ya adentro, el salón de actos mostraba imágenes de próceres, cajas de cartón grueso con láminas ajadas por la humedad, frialdad sólo atemperada por una salamandra con un hogar pidiendo raíces y rolos en el invierno.
Nunca me gustó pelear; pero de chico era inevitable. Las peleas se arreglaban sin incidencia de nuestra voluntad; nos avisaban en clase que en el recreo había pelea con otro y aunque no quisiera en pocos minutos estaba en el medio del campo metido en un círculo con ese otro al que empujaban hasta que nos chocaran las cabezas o algo despertara la riña. Muchas disputas terminaban con persecuciones a caballo con rebencazos al oponente; por suerte no participé de ninguna de esas.
Peleé menos de diez veces en primaria; pero siempre gané. Sea por suerte o bondades, lo cierto es que me retiré invicto reteniendo la corona en séptimo grado. Pero lo llamativo es que siempre terminé llorando más yo que el derrotado. Resulta que al ser sorprendido en plena riña por la maestra, la directora venía y tirón de pelos mediante me decía “vas a ver cuando se entere tu mamá, sos un mal hijo”. Esas palabras parecían vengar la nariz sangrante del chico que estaba a pocos metros. Saber que iba a hacer sufrir a mi madre me paralizaba, no tenía reacción y rompía en llanto desesperado.
Al enterarse, mi madre era benévola. Me suspendía la gomera, no me hacía buñuelos por unos días y me llevaba personalmente a la escuela, comprobando que no reaccionara ante las burlas de los demás por ser tan pollerudo. Un nene de mamá compelido a no pelear y sin siquiera una gomera para disuadir a los burlones!!!. Un cuadro lamentable.
Pero más allá de lo gracioso, la presión para no hacer sufrir a mi madre surtió efecto. Sin decirle nada, me copié el arma de ella para reaccionar ante la injusticia: la palabra. Y también me apropié de su escudo ante las bravuconadas de los idiotas: la paciencia. Quien es paciente sabe reaccionar cuando efectivamente vale la pena luchar; y lo hace con la palabra, fruto de la razón, y no con reacciones violentas.
Y de paso, me aseguraba que esas manos huesudas y doloridas por el reuma me dieran buñuelos calentitos para acompañar la cascarilla en invierno.
Con el paso del tiempo entendí que muchas veces hay gente que reacciona violentamente por nuestra culpa. Y uno debe comprender la situación sin juzgar. Pero nunca responder igual, aunque nos abandonen con rabia.
No entienden de lo que uno se cuida. A ver si una noche de estas en un sueño la vieja me esconde la bandeja de buñuelos y sus libros de poesía!!!.

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