El eclipse es un instante en el que se unen la luz y la oscuridad. Puede entenderse como el cruce de opuestos pero también como la unión complementaria de estos. El ying y el yang de los orientales; lo bueno y lo malo de los indios americanos; el cielo y la tierra de los primitivos maoríes... O lo cóncavo y convexo con lo que soñamos. Instantáneas de un mundo perdido, utopías, logros y fracasos, dialogan en estas historias mínimas de esperanzas grandes.

miércoles, 6 de junio de 2012

Pequeña conquistadora




Hice hace más de veinte años la primaria en una escuela rural cercada por lagunas adornadas por juncales, gallaretas inquietas y cisnes salvajes que apenas abrían surcos en el espejo de agua en paz.

Los palenques para que los alumnos ataran los caballos en la entrada siempre le dio una calidez especial al establecimiento; y la cancha de básquet hecha sobre pastizales un sinsentido entrañable. Y como vigía de la seguridad del lugar, el imponente molino que abastecía de agua a docentes, chicos y sedientos transeúntes; mi padre, herrero y carpintero de las quintas, era el encargado de arreglar sin nada a cambio las aspas rotas, las suelas gastadas o alguna junta.


En esos tiempos de inocencia y candidez, el desafío era el próximo monte a conquistar; los miedos eran generados por el alarido de un cerdo faenado en invierno o la luz mala de los reflejos flotantes de la luna alumbrando una vieja osamenta en algún campo.


Cuando ingresé a estudiar tenía casi 30 compañeros sumando todos los grados; casi igual número de familias que había viviendo en las chacras por entonces. Y egresé siendo el único del grado, síntoma de la fuga y decadencia de un tiempo, con tantos interrogantes sobre mi futuro como estudiante de secundaria en el pueblo como sobre lo que vendría para la escuela.


Atrás dejaba las aulas con un enigma infranqueable. Ocurre que al costado del salón mayor había un depósito oculto por un cortinado de cinco metros de ancho y tres de alto. En ese lugar había gruesas láminas ajadas, con manchas de humedad producto de temporales e inundaciones; antiguas banderas; material didáctico por doquier; ropas y disfraces para caracterizar héroes de viejas luchas libertarias en fechas patrias; y plumas y frascos obstinados al paso del tiempo.

Durante años había querido quedarme solo en la escuela para tener a disposición todo lo que ocultaba el depósito que escoltaba el salón. Asociaba ese mundo con el conocimiento vedado, con el pasado sin límites, la historia y la memoria imborrable; tenía un olor característico que nunca volví a encontrar. Pero me fui con las manos vacías; la escuela siempre fue, felizmente, un lugar colectivo y no privativo del saber. Y allí quedaron arrumbadas las láminas de historia, los pupitres con gruesos tinteros de losa y otros materiales; recostados en el bronce de la educación y la pátina del tiempo.


Después de casi 23 años volví a la escuela de campo. Con un título universitario a cuestas y algunas deudas pendientes a convertir en desafíos. Llegué familiarizado con las prácticas actuales de búsqueda y construcción del conocimiento en escenarios virtuales de Internet, incoloros, insípidos y con plataformas rápidas y seguras. Pero no pude evitar mirar por los ventanales. Hallé los mismos pupitres de madera noble en los que estudié; con los huecos vacíos para el tintero de tinta china y la pluma. Y al girar la vista al costado ví el telón que nunca pude descubrir para disponer de todo el conocimiento para mí solo.


Me fui con una mezcla de nostalgia pero la certeza de que si bien no había podido tener el depósito de historia y conocimiento para mí, la vida me había dado herramientas para saber más cosas y en menor tiempo aún; y que al fin y al cabo la idea de que uno pueda tener solo para sí ese lugar era una utopía.


Al otro día saludé una vieja vecina de las chacras y le conté que había estado recorriendo la escuela el fin de semana. Me contó que actualmente la escuela cuenta sólo con una nena, que cursa el preescolar. Me quedé en silencio y mordiéndome el labio inferior pensé en esa chica; y me reí. Alguien al fin tenía la escuela para ella sola; ojalá llegue al depósito de historias ajadas y recuerdos sin tiempo. Será la conquista de un saber con olor, arrugado, con sufrimiento y luchas reales de vidas pasadas. Tan pequeña y tan grande a la vez. Tan sola en su escuela.


A la Escuela Nro. 18 General Paz de Tapalqué.

3 comentarios:

  1. Edu:
    Qué lindo volver a leerte después de tanto tiempo! Qué lindo saber la historia de tu escuela y tu paso por ella! Quizás no puedas tener la escuela para vos solo pero no es una utopía atesorar esos recuerdos ya que son sólo tuyos y nadie te los puede quitar...

    Besos
    Gaby

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  3. Gracias Gabi!!! Y sí, son recuerdos que no se me borrarán jamás. Besos

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